Y como siempre, desde que te empecé a escribir, estoy calcinando órganos en este cuerpo de pirotécnica; no te das una remota idea, lo que es viajar con la imagen de tu ausencia clavada en el calendario de mis ojos, y no poder llorarte porque te pierdo, y no poder reírte porque no, porque no puedo, y todo se vuelve absurdo y melancólico, y tengo miedo de volverme un romántico empedernido, que la gente me grite «¡loco!», y yo no sepa qué decir a esta ruta fantasmal, en la que veo la estela de una mujer, y es que vos no te dás idea lo que es viajar con la imagen de tu ausencia, clavada en el recuerdo constante de vos misma, porque sos la mujer que titila en el poniente de la noche, la que camina la ruta de mis pupilas allanando la sequedad de una lágrima en el historial prehistórico de mis lágrimas, y es por eso que camino desorientado, confundiéndote con cada una de las luces que interfieren en la noche, porque no es la noche la que interfiere apagando al universo, es el universo que asquea a la noche, con la luz artificial de una mujer que nos enreda, y yo soy parte de la noche, y me paro así sobre una estrella violácea, y le cuento a un amigo imaginario que te ví una vez, y tengo la suerte de tenerte y no tenerte, en la memoria volátil del que está y no está, en este mundo de realidad ficcionada, y grito fuerte cada letra de tu nombre, para escucharlo reproducido como el eco de un sueño, y se escucha a lo lejos, el murmullo de una sombra entre la bruma, apretando cada paso, rematando cada letra, abriendo una hendija en la noche, cavando un hueco, dejando filtrar un rayo blanquecino, el tul de un vestido que parece la aurora, y puedo ver al final de aquel pasadizo de luz abismal, el rostro de una mujer que es igual al tuyo, y le pregunto el nombre y no sabe qué decir, y le digo que se vaya y ya no puede.


© Juan Hurtado

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